miércoles, 26 de agosto de 2009

Para no descubrir , en el momento de mi muerte, que no había vivido (Thoreau)

Una vez más las tormentas de verano rompen un ciclo de mi vida. El silencio premonitorio de la inevitable conclusión a la que debía llegar ha servido también como telón que da paso al rayo iluminador de la Idea, chocando contra la tierra húmeda y las piedras para dar lugar al Grito silenciado hasta el momento. El estrepitoso trueno acalla las demás voces y bajo el influjo de Zeus comienzo mi danza de frases y palabras hilvanadas, siempre pagana y amante del barro y la orgía y el misticismo y la decadencia. Segura de que el sol asomará de nuevo por entre las montañas, me dejo llevar por el agua torrencial, atónita astronauta en estaciones que se suceden, para esperar, una vez más, a que transcurra el amable y no por ello menos cruel ciclo vital.
Me han acompañado durante estos días calurosos de verano el canto de las cigarras y los grillos, las tórtolas y el olor del limonero que no ha conseguido verdear en todo su esplendor. El ron y la cerveza, las noches eternas bajo la luna lunera, el amago de convertirme, cual indómita Diana ,en cazadora de Perseidas y el rumor, a lo lejos, del mar.





Elca

Ya todo es flor: las r
osas
aroman el camino.
Y allí pasea el aire,
se estaciona la luz,
y roza mi mirada
la luz, la flor, el air
e.

Porque todo va al mar:
y larga sombra cae
de los montes de plata,
pisa los breves huertos,

ciega los pozos, llega
con su frío hasta el mar.

Ya todo es paz: la yedra
desborda en el tejado

con rumor de jardín:
jazmines, alas. Suben,
por el azul del cielo,
las ramas del ciprés.

Porque todo va al mar:

y el oscuro naranjo
ha enviudado en su flor
para volar al viento,
cruzar hondas alcobas,
ir adentro del mar
.
Ya todo es feliz vida:
y ante el verdor del pino,
los geranios. La casa,
la blanca y silenciosa,

tiene abiertos balcones.
Dentro, vivimos todos.

Porque todo va al mar:
y el hombre mira el cielo
que oscurece, la tierra

que su amor reconoce,
y siente el corazón
latir. Camina al mar,
porque todo va al mar.

Fco. Brines, Palabaras a la Oscuridad, 1966

No ha sido uno de mis mejores veranos y, sin embargo, no he dejado ni un solo momento de gozar de la asombrosa mutabilidad natural . Me enorgullezco de mi jodida bipolaridad y celebro que este año haya triunfado sobre mí la vena asocial que tan nerviosa suele poner al resto de la gente. Y es que he preferido perderme en la soledad de las calles oscuras del pueblo y sentarme en el banco donde por las mañanas suelen charlas l@s abuel@s para pensar y llegar a la evidencia de que algo me falta y algo me inquieta: el astío de los días sin mí. De hecho, soy yo, la misma que se desgarra las medias sentada en la barra de cualquier bar, quien pasa largas horas postrada ante las montañas y se pregunta al atardecer, cuando los pájaros regresan a los árboles, qué aventuras se estarán contando en su trinar. ¿ Te acuerdas que incluso durante aquel verano la obsesión de esta imagen apabullaba mis madrugadas?. Indisolublemente soy pájaro y montaña y aire y hoja y trueno y niebla y mar...




Los signos desvelados

Subí hasta la colina
para mirar el ancho
río, la ciudad rosa,
los montes de cipreses,
mientras caía el sol.

Era fiesta; los grupos

bajaban de la luz
con alegría, voces
altas, felices. Libres,
regresaban al valle.

Y advertí que un extraño,
con los ojos muy fijos,
miraba el sol. Las torres
eran pavesas ya
del aire, miradores
de un fuego muy oscuro.

Temblaban los cipreses
en la línea del monte,
mientras yacía el río
ya quemado. Muy lejos
se perdían las voces.

También era extranjero.
Se acercó a un árbol,
y arrancando unas hojas
de laurel,

avanzó por el parque.

Y desvelé el misterio
de su quieta mirada:
en todos los lugares
de la tierra,
el tiempo le señala
al corazón del joven
los signos de la muerte
y de la soledad.
Fco. Brines, Palabras a la Oscuridad, 1966

Escribiré en mi agenda de mares y océanos que durante este verano me he perdido por los bosques con Mr. Whitman y he gritado "Oh capitán, mi capitán" donde nadie me pudiera oír. Que junto al riachuelo he acariciado a Platero, el cual con mirada azabache y lomo plateado ha jugado conmigo a ser burrito de cartón. Apuntaré también que he secado las lágrimas de San Lorenzo con un pañuelo de iniciales bordadas cuando me creí la dama que no fui, que he paseado anhelante de conocimientos por una Troya desocupada siguiendo el rastro de los gigantes, dejándome llevar por Maria Enganxa y sin tan siquiera volver la vista atrás. Que el cíclope de Pamuck me ha pisado los talones en mis correrías nocturnas para terminar hablando de lo humano y lo divino en un surrealista diván, que he odiado y he amado esta isla tanto como la extranjera que soy en cualquier lugar. Que la rosa sigue siendo la rosa y las tormentas de verano una liberación para mi sed mortal.


Isla de piedras

Esta tarde, solitario en S
kye,
después de tantas horas solo ya pasadas, de tantas noches
venideras y solas (terriblemente han de venir
todas las horas de dolor),
veo la niebla subir de las Colinas Rojas,
y en esta isla atormentada,
de oscuridad y de roca,
mis pies pisan el mundo desolados
.
Intento recordar días recientes,
la tarde fría de la primavera de Oban,
o acaso el ancho rayo de blanquísimo fuego
cayendo en el islote nebuloso
donde, enfermos, agonizan los pájaros.
Intento recordar, traer algún calor
al pecho.
Y ahora que estoy más dentro de la noche
el tiempo ha serenado,
mientras avanzo en busca de cobijo.
Y he detenido el paso, en esta luz incierta,

para mirar la gusanera de los cielos
trocarse en un enjambre de luces detenidas,
y así curar el pecho, con engaño, de su honda soledad.
Pero en la medianoche en el cielo es tenso, y al occidente huye, con
luz
que va a su muerte.
Y allí está el mar, abrazado de rocas ahora oscuras,
violeta cansada
que sostiene en su luz la muerta pesadumbre de la tierra.
El mar llega a mis ojos consolándol
os,
pues él me está diciendo que no todo es dolor,
que aquí el mundo aún alienta.
Y más hacia la muerte van los ojos, donde cierra la luz
su resplandor dormido,
allá en el horizonte de las islas:
son islas de cristal, columnas de humo blanco, son jóvenes estrellas
que agonizan de frío.
Este paisaje hermoso es luz que muere, es roca atormentada,
oscuridad que ciega el ojo.
Y un viento vuela a mí, con milagroso olor,
y a tientas busco la florida rama.

Y encontrada la flor,
he mirado las luces de los cielos
con pecho consolado,
porque nunca se acaba el olor de las rosas.

Fco. Brines, Palabras a la Oscuridad, 1966.

Ya anochece mucho antes y va quedando menos para que comience el Otoño... No, Georgina Hübner no ha muerto.

domingo, 9 de agosto de 2009

No Tengo Miedo




CON LOS ZAPATOS PUESTOS TENGO QUE MORIR
(Elegía Cívica)

I de enero de 1930

Será en ese momento cuando los caballos sin ojos se des-
garren las tibias contra los hierros en punta de una
valla de sillas indignadas junto a los adoquines de
cualquier calle recién absorta en la locura.
Vuelvo a cagarme por última vez en todos vuestros muer-
tos en este mismo instante en que las armaduras se
desploman en la cas
a del rey,
en que los hombres más ilustres se miran a las in
gles sin
encontrar en ellas la solución a las desesperadas ór-
denes de la sangre.
Antonio se rebela contra la agonía de su padastro mori-
bundo.
Tú eres el responsable de que el yodo haga llegar al cielo
el grito de las bocas sin dientes,
de las bocas abiertas por el odio instantáneo de un revólver
o un sable.
Yo sólo contaba con dos encías para bendecirte,
pero ahora en mi cuerpo han esta
llado 27 para vomitar en
tu garganta y hacerte más difíciles los estert
ores.
¿No hay quien se atreva a arrancarme de un manotazo las ven-
das de estas heridas y saltarme los ojos con los dedos?
Nadie sería tan buen amigo mío,
nadie sabría que así se escupe a Dios en las nubes
ni que mujeres recién paridas claman en su favor sobre el
vaho descompuesto de las aguas
mientras que alguien disfrazado de luz rocía de dinamita
las mieses y los rebaños.

En ti reconocemos a Arturo.
Ira desde la aguja de los pararrayos hasta las uñas más ren-
corosas de las patas traseras de cualquier piojo ago-
nizante entre las púas de un peine hallado al atarde-
cer en un basurero.
Ira secreta en el pico del grajo que desentierra las pupilas
sin mundo de los cadáveres.
Aquella mano se rebela contra la frente tiernísima de la
que le hizo comprender el agrado que siente un
niño al ser circuncidado por su cocinera con un vi-
drio roto.
Acércate y sabrás la alegría recónd
ita que siente el palo
que se parte contra el hueso que sirve de tapa a tus
ideas difuntas.
Ira hasta en los hilos más miserables de un pañuelo des-
cuartizado por las ratas.
Hoy sí que nos importa saber a cuántos estamos hoy.

Creemos que te llamas Aurelio y que tus ojos de asco los
hemos visto derramarse sobre una muchedumbre
de ranas en cualquier plaza pública.
¿No eres tú acaso ese que esperan las ciudades
empapela-
das de saliva y de o
dio?
Cien mil balcones candentes se arrojan de improviso sobre
los pueblos desordenados.
Ayer no sabía aún el rencor que las tejas y las cornisas
guardan hacia las flores,
hacia las cabezas peladas de los curas sifilíticos,
hacia los obreros que desconocen ese lugar donde las pis-
tolas se hastían aguardando la presión repentina de
unos dedos.
Oíd el alba de las manos arriba,
el alba de las náuseas y los lechos desbarat
ados,
de la consunción de la parálisis prog
resiva del mundo y la
arteriosclerosis del cielo.
No creáis que el cólera morbo,
la viruela negra,
el vómito amarillo,
la blenorragia,
las hemorroides,
los orzuelos y la gota serena me preocupan en este amanecer
del sol como un inmenso testículo de sangre.

En mí reconoceréis tranquilamente a ese hombr
e que dis-
para sin importarle la postura qu
e su adversario he-
rido escoge para la muerte.
Unos cuerpos se derrumban hacia la derecha y otros hacia
la izquierda,
pero el mío sabe que el centro es el punto que marca la mi-
tad de la luz y la sombra.
Veré agujerearse mi chaqueta con alegría.
¿Soy yo ese mismo que hace unos momentos se cagaba en
la madre del que parió las tinieblas?
Nadie quiere enterrar este arcángel sin pat
ria.
Nosotros lloramos en ti esa estrella que a las dos en punto
de la tarde tiene que desprenderse sin un grito para
que una muchedumbre de tacones haga brotar su
sangre en las alamedas futuras.

Hay muertos conocidos que se orinan en los muertos des-
conocidos,
almas desconocidas que violan a las almas conocidas.
A aquel le entreabren los ojos a la fuerza para que el ácido
úrico le queme las pupilas y vea levantarse
su pa-
sado como una tromba extática de moscas palúdicas.
Y a todo esto el día se ha parado
insensiblemente.

Y la ola primera pasa el espíritu del que me traicionó va-
liéndose de una gota de lacre
y la ola segunda pasa la mano del que me asesinó poniendo
como disculpa la cuerda de una guitarra
y la ola tercera pasa los dientes del me llamó hijo de
zorra para que al volver la cabeza una bala perdida
le permitiera al aire entrar y salir por mis oídos
y la ola cuarta pasa los muslos que me oprimier
on en el
instante de los chanc
ros y las orquitis
y la ola quinta pasa las callosidades más enconadas de los
pies que me pisotearon con el único fin de que mi
lengua perforara hasta las raíces de esas plantas que
se originan en el hígado descompuesto de un caba-
llo a medio enterrar
y la ola sexta pasa el cuero cabelludo de aquel que me hizo
vomitar el alma por las axilas
y la ola séptima no pasa nada
y la ola octava no pasa nada
y la ola novena no pasa nada

ni la décima
ni la undécima
di la duodécima...

Pero estos zapatos abandonados en el frío de las charcas son
el signo evidente de que el aire aún recibe el cuerpo
de los hombres que de pie y sin aviso se doblaron del
lado de la muerte.

Rafael Alberti, Con los Zapatos Puestos Tengo que Morir, 1930, publicado por primera vez en Poesía (1924-1930),
1934.